2 marzo 2022
La ceniza que nos imponen a los católicos nos recuerda:
Vamos a morir.
Los viejos mueren. Los jóvenes mueren. Los enfermos mueren. Los sanos mueren.
Tener siempre presente lo obvio:
para morir lo único que se necesita es estar vivo.
Más vale no creerse mucho.
Cada quien tiene sus propias miserias. Algunas inconfesables.
Nadie es perfecto. Todos cometemos faltas.
Reconocerlas, arrepentirse, enmendarse.
Estar preparados para no llegar,
a la presencia del Divino Juez,
con las manos untadas de maldad
o con las manos vacías,
sino con las manos curtidas de buenas acciones, y la fe católica invicta.
Pues, aunque hay predicadores que dicen que Dios es Misericordia infinita
—en eso tienen razón—,
Yo, Yavé el Señor,
juro por mi vida
que no quiero
que el malvado se condene,
sino que deje su mala conducta
y se salve (Ezequiel 33,11)
también dicen que, por esa misericordia infinita, Dios no castiga y todos seremos salvados —en lo que no tienen razón—.
Y más vale creerle a Jesús que a un predicador que predique diferente de lo que predicó Jesús.
No todos entrarán en el Cielo;
sólo los que cumplen
la voluntad de mi Padre.
No basta decir: «Señor, Señor».
El día del juicio de Dios,
muchos me dirán:
«Señor, en tu nombre profetizamos, expulsamos demonios, hicimos milagros».
Pero les contestaré:
«¡Yo nada tengo que ver con ustedes! ¡Apártense de mí,
causantes de males!».
(Mateo 7,21)